Cuando tenía 20 años mi abuela me regaló un rosario pequeño de color marrón. Lo dejé en el cajón de mi mesita de noche y me olvidé de él. No necesitaba un rosario porque Dios no existía.
“Dios es como Santa Claus para los adultos,” me había enseñado mi papá. “¿Nunca has notado que las personas inteligentes no creen en Dios?” No quería ser tonta, no según los estándares de nadie, pero especialmente no según los de mi padre.
Pasé mucho tiempo discutiendo con extraños en la Internet sobre la existencia de Dios, mientras aquel rosario permanecía cajón. Quiero decir, ¿qué mejor manera había para ayudar a las personas a ver cuán equivocadas estaban y cuán acertado estaba yo?
Tiempo después terminé casada con un buen hombre católico, me casé con él porque era tierno e increíblemente amable. No me importaba casarme en una iglesia católica, porque las vidrieras embellecían el lugar. Pero sí me importó cuando Marvin, mi esposo, sugirió que fuéramos a misa juntos los domingos. Los fines de semana eran de ocio y ahora quería que nuestra familia de cuatro miembros se sentara en un banco durante una hora. No gracias.
Varios almuerzos después, la gracia se filtró en las partes endurecidas de mí, y me pregunté si podría haber un Dios después de todo. Saqué el rosario de mi abuela del cajón y escribí “¿Cómo rezo?” En el navegador web de mi teléfono.
En un comienzo me sentí tonta al orar, como si estuviera leyendo una una especie de lista navideña a un Dios que había vivido durante tanto tiempo en mi mente como una figura fingida de Santa Claus. Me tomó tiempo el poder aplastar esa imagen de Dios y construir una imagen más hermosa, verdadera y compleja.
Recé el rosario todos los días durante meses hasta que pude pasar mis dedos sobre esas pequeñas cuentas de madera y susurrar el Ave María como si lo hubiera hecho todami vida. Me gustó el ritmo de todo. Cada cuenta sigue a la anterior, dejando migas de pan en el camino. Encontré a Cristo al final de ese camino y toda mi vida cambió: me sentí abrumada por la paz y se me dio la gracia de ser dolorosamente consciente de mi pecaminosidad y mi necesidad de Dios.
Anteriormente, me movía por el mundo completamente ciega a mi naturaleza egoísta. Las únicas necesidades que importaban eran las mías. La única opinión que importaba era la mía. Estaba ciega a mis defectos y, sin embargo, curiosamente, estaba muy consciente de los defectos de otras personas. Una vez que llegué a conocer a Cristo, me pregunté por qué había sido tan rápida en juzgar a los demás, ya que yo misma soy tan imperfecta. El encuentro con Cristo que encontré al rezar el rosario cambió las cosas y comencé a caminar por el mundo consciente de que todos somos portadores de la imagen de Dios.
Antes, pensaba que el amor era solo una expresión de palabras realmente hermosas unidas y respaldadas precisamente por nada. Después de encontrarme con Cristo a través del rosario, aprendí que el amor era una acción.
Fue entonces, cuando mi vecina moribunda necesitaba que alguien se sentara con ella por la noche, me ofrecí como voluntaria. El color favorito de la Sra. Irene era el púrpura. Su armario olía levemente a naftalina y avena, y contenía filas y filas de chaquetas de color púrpura brillante y blusas lavanda.
Ambas dormimos en su sala de estar, yo en el sillón de cuero y ella en el sofá. Se quedaba dormida viendo EWTN y yo esperaba hasta escuchar ronquidos para cambiar de canal. No importa cuán fuertes fueran sus ronquidos, se despertaba en el momento exacto en que presionaba el botón.
Cuando la Sra. Irene murió, colgué un rosario púrpura en su memoria alrededor del espejo retrovisor de mi auto. Se quedó allí durante meses, recordandome que el amor no son palabras en absoluto: el amor es una acción, y durante una temporada en mi vida, el amor estaba viendo EWTN con una mujer moribunda.
Hoy, el rosario púrpura que me recuerda a la Sra. Irene y el rosario de madera que me regaló mi abuela están enredados con muchos otros rosarios en el fondo de mi cajón.
Los guardé allí durante mucho tiempo antes de darme cuenta de que formaban mis historias más preciadas: las cuentas que me regalaron cuando bautizaron a mi primer bebé, las cuentas formadas a partir de las flores comprimidas que estaban encima del ataúd de un ser querido, las cuentas de colores ensartadas por los dedos pegajosos de mis hijos, y el rosario hecho por mis propias manos mientras me sentaba con los primeros amigos verdaderos que había conocido.
Ese cajón no contiene todos los rosarios que he tenido. Algunos se han extraviado, mientras que otros los he regalado a amigos, uniendo mi historia con la de ellos, así como la de mi abuela se ha unido a la mía.
Mi dulce y devota abuela puertorriqueña siempre nos enviaba por correo un kit católico: tarjetas de oración en español, imágenes sagradas y el rosario con el que empezó todo. Cuando ella estaba viva, casi no me importaban esos paquetes. Me pregunto si alguna vez se sintió frustrada porque al resto de su familia no parecía importarle la fe que era tan importante para ella.
Tuve que lamentar la idea de que mi abuela nunca me vio usar su rosario antes de morir. Dios la usó para plantar la primera semilla de fe en mi vida. Ella marcó la diferencia, aunque en el momento probablemente no lo parecía. Sé que su intercesión jugó un papel importante en mi conversión. Sus oraciones me sostuvieron incluso cuando no me preocupaba por ellos, incluso cuando estaba ciega a su belleza.
Durante gran parte de mi vida fui ciega a la forma de la realidad. No pude ver que todos estemos conectados. No podía ver que esas cuentas marrones unidas por una sola cuerda en el rosario de mi abuela fueran una metáfora de todo. Pero apuesto a que mi abuela podía verlo.
Me gusta imaginar que las oraciones que rezo hoy, como las de mi abuela, son pequeñas semillas que se están plantando para un mañana que quizás nunca veré. Nuestras oraciones nos conectan a todos: al igual que mis rosarios enredados en ese cajón, tú y yo estamos unidos: el cuerpo de Cristo.
Este artículo también está disponible en inglés.
Imagen: Unsplash
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